La tragedia que hoy viven miles de pacientes en Colombia no es un simple tropiezo del sistema, ni una falla aislada de gestión. Es el resultado directo, deliberado y perverso de un gobierno que eligió dinamitar lo que funcionaba, con tal de imponer una visión ideológica sin sustento técnico ni respaldo ciudadano. Lo que está ocurriendo con la salud en Colombia no es una coyuntura: es una catástrofe anunciada.
Gustavo Petro no recibió un sistema perfecto, pero sí funcional. En 2022, Colombia tenía una cobertura del 98 % en salud. Las EPS, con todas sus falencias, garantizaban tratamientos de alta complejidad, atención primaria, medicamentos y urgencias. Había problemas, por supuesto, pero también una red robusta que permitía al ciudadano recibir atención oportuna. Hoy, esa red está rota.
En 2025, el país afronta una emergencia: más de siete millones de citas médicas represadas, hospitales públicos con deudas que superan los doce billones de pesos, dieciséis EPS intervenidas sin plan de contingencia claro, más de 350 servicios de urgencias colapsados, y uno de cada tres hospitales públicos en riesgo financiero extremo. Solo en el primer semestre, casi tres millones de colombianos no recibieron atención médica efectiva. Esto no es una reforma: es una demolición.
Mientras tanto, el presidente Petro sigue hablando como si fuera un recién llegado. En su última alocución presidencial, utilizó la narrativa habitual, que el sistema anterior era “mafioso”, que la salud era “un negocio”, que su modelo es la única vía a la justicia social. Pero la justicia no se mide en retórica: se mide en hechos. Y los hechos son inapelables.
En Bucaramanga, una mujer de 56 años falleció tras esperar seis meses por una cirugía cardíaca que nunca llegó. En Sincelejo, un adolescente con leucemia murió por falta de morfina y quimioterapia. En Cali, el Hospital Universitario San Juan de Dios suspendió atención a pacientes de EPS intervenidas porque no han recibido pagos del Estado durante más de seis meses. Estos no son casos aislados, son el rostro cotidiano de una salud pública que se desangra.
Guillermo Alfonso Jaramillo, el actual ministro de Salud, asumió el cargo en mayo de 2023 tras la salida de Carolina Corcho, impulsora original de esta reforma desastrosa. Pero en lugar de corregir el rumbo, lo profundizó. No blindó la red pública, no diseñó un plan de transición y no protegió a los pacientes. La salud de los colombianos quedó atrapada entre la improvisación y el ego ideológico de un gobierno que prefiere la propaganda antes que la solución.
Y no, la salud pública no se ha deteriorado por falta de médicos ni de talento. Colombia tiene profesionales comprometidos, clínicas con experiencia y vocación de servicio. Lo que se ha perdido es el rumbo. Y lo ha perdido un gobierno que insiste en gobernar desde la soberbia, desde el odio al pasado, desde una visión política que convierte los derechos fundamentales en campo de batalla ideológico.
Los más pobres, los más vulnerables, los que no tienen cómo pagar una consulta particular, están siendo condenados a morir lentamente. El modelo de “salud preventiva” que Petro vende con tanto ahínco es una ilusión en un país donde ya no hay ni cómo atender una urgencia.
Colombia no necesita más discursos. Necesita un plan de rescate, una rectificación profunda y un gobierno que deje de jugar a la revolución con los cuerpos y las vidas de su pueblo.
Porque ya no estamos hablando de un sistema. Estamos hablando de personas que mueren. Estamos hablando de padres, madres, hijos, abuelos. Y quienes tienen el poder para evitarlo han preferido mirar hacia otro lado.
Esto no es una falla del sistema. Es una traición al país. Y algún día, tendrán que responder.
Por: Wilson Ruiz