“La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”, dice el artículo 22 de la Constitución de 1991. Uno de los preceptos superiores de mayor trascendencia. Elemento fundamental que hace parte del núcleo esencial del ordenamiento jurídico y sintetiza la principal aspiración de la sociedad colombiana. Por paradoja, es quizá la disposición más vulnerada y distorsionada, a diario, en todo el territorio nacional.
Hoy estamos lamentando, junto con sus familias, la muerte y las heridas causadas a numerosos colombianos durante el ataque a un helicóptero de la Policía Nacional en Amalfi y la criminal acción perpetrada mediante la explosión de un coche bomba en la base militar de Cali. Pero estos son, apenas, los hechos más recientes. En días pasados se conmovía el país por el asesinato de un senador y precandidato presidencial en Bogotá, y de manera cotidiana por los secuestros y asesinatos de militares, policías, líderes sociales, funcionarios y ciudadanos del común. El sicariato y las masacres ya no constituyen noticia, pues son acontecimientos de diaria ocurrencia. Ahora se informa, en varios departamentos, sobre planes y amenazas de muerte contra alcaldes y gobernadores.
Infortunadamente, los buenos propósitos gubernamentales de la denominada “paz total” han fracasado. Lo que hay es violencia generalizada e incesantes acciones contra la paz, la vida, la integridad, la libertad y los demás derechos de los colombianos. Las organizaciones terroristas con las que se han iniciado los procesos de diálogo, en vez de mostrar voluntad de paz, han aprovechado las decisiones oficiales y los acuerdos de cese al fuego para distraer, engañar al Gobierno y fortalecerse.
Entre tanto, líderes políticos continúan en la campaña de polarización y aprovechan, con fines electorales, los hechos de violencia, los atentados y hasta las ceremonias religiosas de exequias. Están pensando más en las estrategias orientadas a conseguir votos para 2026 que en la búsqueda de la paz o en los muchos y muy graves problemas nacionales, en materia social, económica, ecológica, de salud, educativa o laboral. Lo que no sirva electoralmente, no importa. Por eso no hay propuestas serias, programas ni proyectos estructurados con miras al interés público. Mayor utilidad política proviene de ofensas, diatribas, chismes e interminables “debates” en redes sociales y en espacios radiales sobre asuntos intrascendentes, como si está bien o mal, para el futuro del país, que el presidente de la República se ponga una ruana, o si un determinado cuadro debe permanecer en la Casa de Nariño durante la próxima administración.
Por otra parte, fallos y providencias judiciales son objeto de irrespetuosa politización. Jueces de la República, por razón del sentido de sus decisiones, son presionados y amenazados, para que fallen en determinado sentido. Ignorando los postulados constitucionales de autonomía, independencia e imparcialidad de la justicia, los políticos convocan marchas y manifestaciones públicas contra las sentencias dictadas o por dictar, en la equivocada convicción de que el alto número de concurrentes y la mayor potencia de gritos y consignas incidirán en la adopción de las determinaciones de los magistrados.
Mientras tanto, la población -desprotegida- está esperando que se cumpla el mandato constitucional de realizar el orden justo, propio del Estado Social de Derecho.