Hay silencios que condenan. El más indignante es el del Estado frente al hambre de sus niños. En pleno año escolar, ese silencio amenaza a millones de aulas. Más de 3,5 millones de niñas, niños y adolescentes podrían quedarse sin alimentación escolar si no se asignan con urgencia los 500.000 millones de pesos que faltan para salvar el Programa de Alimentación Escolar (PAE) en 53 de las 97 entidades territoriales.

El drama no está en las cifras frías, sino en las aulas vacías de alimento; en las familias que temen que la única comida del día de sus hijos desaparezca; en las regiones como La Guajira, Chocó o Buenaventura, donde la escuela muchas veces es sinónimo de sustento. Allí, donde ya se sufre la pobreza, la sequía o el abandono estatal, ahora también se cierne la amenaza del hambre.

La Contraloría ha encendido la luz roja: el PAE, vital para que millones de niños accedan al menos a una comida diaria, está en riesgo si no se actúa ya. El presupuesto asignado por el Gobierno para el PAE no es suficiente y el programa sigue en riesgo si no se toman decisiones urgentes. Lastimosamente, muchas entidades territoriales no han hecho su parte, y las denuncias de corrupción en la contratación terminan condenando a los más débiles.

Aquí se revela la raíz del problema: la corrupción como el cáncer de nuestra sociedad. El PAE, en teoría una política pública diseñada para garantizar el derecho fundamental a la alimentación, terminó convertido en botín político y burocrático. En varias regiones, los contratos se asignan no por mérito o capacidad, sino como pago de favores electorales. Empresas de papel, sin experiencia y con padrinos políticos, se llenan los bolsillos mientras los niños reciben raciones incompletas, de mala calidad o, sencillamente, nada.

En los territorios más pobres, donde los niños necesitan más apoyo, es donde el programa más tambalea. Esa desigualdad no es casual: es el resultado de un Estado que centraliza en el discurso, pero abandona en la práctica; que promete “cambio”, pero gobierna con prácticas podridas.

Los que pagan el precio de este abandono son quienes ya lo han perdido casi todo. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) y el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) advertían que, a cierre de 2024, más del 25 % de los hogares colombianos vivía en inseguridad alimentaria; en La Guajira esa cifra llegaba a uno de cada dos hogares. Y ahora, con el PAE en riesgo, ese panorama amenaza con volverse aún más cruel.

Este no es un debate de cifras, sino de dignidad. El hambre infantil es una herida mortal que ningún gobierno puede justificar. No hablamos de un puente, una carretera o una licitación más: hablamos del plato de comida que decide si un niño aprende o abandona la escuela, si tiene fuerzas para soñar o se resigna a sobrevivir.

Lo indignante es que este drama tiene responsables: el desgobierno de Gustavo Petro tiene en sus manos la obligación de poner fin a esta cadena de clientelismo y corrupción que está dejando a millones de niños sin alimento y, aún así, no hace nada. Petro no puede seguir lavándose las manos mientras el hambre avanza.

Cada ración perdida, cada contrato amañado, cada peso que se roban es un crimen silencioso contra los más vulnerables. Y aquí no caben excusas: si el Estado es incapaz de garantizar un plato de comida en la escuela, entonces ha renunciado a su deber más básico.

Colombia no puede acostumbrarse a que el clientelismo se coma el futuro de nuestros hijos. La indignación debe convertirse en acción: exigir cuentas, cortar de raíz el festín de la corrupción y salvar de inmediato el PAE. De lo contrario, lo que está en juego no es un programa social más, sino la dignidad de un país entero. Recuperar el rumbo de Colombia es asegurar que nuestros niños, que son nuestro futuro, tengan siempre un plato de comida en la mesa y sueños en sus corazones.

Foto y noticia: Colprensa