Editorial
En Medellín, mientras los ciudadanos intentan sobrellevar los cortes de agua, las socavaciones del Metro y los tropiezos cotidianos que alteran la vida de millones en el Valle de Aburrá, otra emergencia menos visible se abre paso: la del pensamiento único. En los últimos días, algunos medios tradicionales parecen empeñados en imponer la idea de que toda crítica o análisis distinto sea de un medio independiente o de un periodista disidente hace parte de una conspiración. Se les acusa de “coordinados”, de “fabricar mentiras”, de alterar la realidad. Pero lo que se esconde detrás de esa narrativa es algo más peligroso: el intento de uniformar la opinión pública y asfixiar el pluralismo informativo.
Desde los titulares hasta los debates radiales, el mensaje se repite con eco: quien no repita el libreto oficial, miente. Quien cuestione la gestión de una administración, manipula. Y quien se atreva a investigar por su cuenta, “hace parte de una estrategia”. Esa lógica, que en apariencia defiende la “verdad”, termina siendo un mecanismo de control. Noam Chomsky lo explicó con precisión quirúrgica: “La manera más efectiva de restringir la libertad es otorgarle una ilusión de libertad.” Bajo esa ilusión, los medios deciden qué temas importan y cómo deben ser entendidos, moldeando la conversación pública según los intereses del poder.
La teoría de la comunicación lo ha descrito con claridad: los medios no sólo informan, también jerarquizan y encuadran la realidad. Lo que no aparece en su agenda, no existe; lo que repiten mil veces, se convierte en “hecho”. Y cuando varias redacciones terminan repitiendo los mismos enfoques, los mismos adjetivos y las mismas fuentes, lo que se construye no es información sino una versión oficial disfrazada de pluralidad. En palabras de la investigadora belga Sofie Raeijmaekers, “cuando los medios se asemejan demasiado entre sí, la democracia se debilita porque desaparecen los contrastes que permiten al ciudadano pensar por sí mismo.”
En Colombia, esta tendencia ha sido estudiada incluso desde el Caribe: una investigación publicada por la revista MDPI advirtió que la colusión entre élites políticas y propietarios de medios crea una “falsa pluralidad” que excluye a las voces que incomodan. Es decir, no se trata sólo de censura explícita, sino de una estructura que premia al medio obediente y castiga al que contradice la narrativa dominante.
La Constitución colombiana, sin embargo, protege algo más profundo que la simple libertad de hablar: garantiza el derecho a opinar, a informar y a ser informado por diversas fuentes. La Corte Constitucional lo ha reiterado en múltiples fallos. En la sentencia T-028 de 2022 reconoció que los blogs, portales digitales y medios alternativos tienen el mismo valor constitucional que los grandes conglomerados. En la T-475 de 2024 fue más lejos: advirtió que el Estado ni puede favorecer ni puede estigmatizar ciertos medios por su orientación política o ideológica. En otras palabras, el pluralismo no se decreta; se practica.
Cuando un gran medio acusa a otro de ser “coordinado” sólo porque ofrece una lectura distinta de los hechos, incurre en una forma moderna de censura. Es la censura del desprestigio, la del señalamiento. Esa práctica, aunque parezca parte del debate, puede rozar incluso con lo que en derecho económico se llama competencia desleal. Si una empresa utiliza su poder para confundir o desorganizar a su competidor, incurre en un abuso. Lo mismo ocurre cuando un medio con gran alcance intenta monopolizar la verdad, desacreditar a los pequeños y deslegitimar toda voz distinta.
John Stuart Mill decía que “toda suposición que no se discute se vuelve prejuicio”. Y eso es exactamente lo que ocurre cuando el ciudadano sólo tiene acceso a una versión de la realidad. El problema no es que existan medios con líneas editoriales diferentes, sino que algunos pretendan decidir cuál es la única válida. No hay democracia sin ruido, sin contradicciones, sin debates incómodos. Querer una sociedad donde todos piensen igual es el primer paso para dejar de pensar.
La libertad de prensa, recordémoslo, no protege únicamente al periodista, sino al ciudadano que necesita contrastar miradas para formarse un criterio propio. Por eso, los medios alternativos no son una amenaza para el periodismo: son su oxígeno. Son el recordatorio de que el poder político, económico o mediático debe rendir cuentas, y que la verdad no tiene dueño.
Colombia necesita más voces, no menos. Más debates, no silencios. Más discrepancias, no libretos. Porque cuando todos los medios piensan igual, alguien ya lo hizo por ellos. Y cuando la verdad se vuelve propiedad de unos pocos, la democracia deja de ser conversación y se convierte en eco.



