Por años, el periodismo colombiano ha librado una batalla silenciosa contra una de sus peores deformaciones: la confusión deliberada entre opinión, militancia política y propaganda. El caso de Julia Correa es un síntoma preocupante de esa deriva.
Correa se dio a conocer inicialmente como bloguera y luego como opinadora en Revista Semana, medio que, más allá de su línea editorial legítima, tiene una enorme responsabilidad ética por el poder de amplificación que ejerce sobre la opinión pública. Durante su paso por esa tribuna, sus contenidos se caracterizaron por un tono abiertamente político, confrontacional y dirigido de forma reiterada contra actores específicos como Daniel Quintero y Gustavo Petro, así como por su cercanía ideológica con figuras como Federico Gutiérrez.
No es ilegítimo tener una postura política. Lo que resulta éticamente reprochable es ocultar el proselitismo bajo el ropaje del periodismo de opinión, simulando independencia donde existe alineamiento, y análisis donde hay consigna. Como advertía Hannah Arendt:
“La mentira organizada tiende siempre a destruir aquello mismo que pretende defender.”
Durante años, sus piezas audiovisuales circularon como contenido periodístico cuando, en la práctica, operaban como mensajes de agitación política. No hubo contraste real de fuentes, no hubo pluralidad efectiva, no hubo intención pedagógica: hubo señalamiento, simplificación y una narrativa de amigos y enemigos. Eso no es opinión: es militancia mediada por un micrófono.
Hoy, esa misma figura aparece dentro de los primeros lugares de la lista cerrada al Senado del Centro Democrático. El tránsito es revelador: de opinadora “independiente” a candidata con curul prácticamente asegurada. La pregunta ética es inevitable:
¿El espacio en un medio influyente fue un ejercicio periodístico genuino o una plataforma de posicionamiento político personal
Y eso es, precisamente, lo que aquí está en juego: la producción de realidades políticas bajo el disfraz de la opinión informada.
Más grave aún es el silencio editorial frente a los posibles conflictos de interés que sectores ciudadanos han señalado, en relación con vínculos familiares asociados a escenarios empresariales sensibles como Hidroituango. No se trata de afirmar responsabilidades que deben ser determinadas por las autoridades competentes, sino de subrayar que el periodismo serio no puede permitirse zonas de sombra cuando de poder económico y político se trata.
El problema de fondo no es una persona. El problema es un modelo de periodismo que normaliza el activismo partidista sin transparencia, que convierte la opinión en un arma de demolición política, y que luego se sorprende cuando el público deja de creer.
Cuando esa ética desaparece, el periodista deja de ser un mediador social y se convierte en operador político con credencial de comunicador.
Hoy vemos cómo una figura que utilizó una plataforma mediática para atacar, desacreditar y polarizar con escasa o nula construcción propositiva vuelve a dar el salto a la política formal. Porque hay que decirlo Julia Correa no tiene votos se quemó y feo en las pasadas elecciones, Ese tránsito confirma lo que muchos advertían: no era opinión, era campaña anticipada.
Y aquí surge la responsabilidad histórica de Revista Semana. Un medio no solo informa: forma cultura democrática. Cuando se presta por acción u omisión para que el periodismo se convierta en trinchera ideológica camuflada, erosiona su propia credibilidad, debilita el debate público y engaña a la audiencia, que cree estar consumiendo análisis cuando en realidad recibe propaganda.
El filósofo Jürgen Habermas sostuvo que la democracia solo sobrevive si existe una esfera pública informada, crítica y libre de manipulaciones. Cuando esa esfera se contamina con intereses partidistas encubiertos, la democracia pierde oxígeno.
Este caso no debería leerse solo como una polémica política más. Debe leerse como una advertencia sobre el deterioro del periodismo de opinión en Colombia, donde algunos han cambiado el rigor por el aplauso de la barra brava, el análisis por el insulto, y la ética por la conveniencia.
La ciudadanía no está obligada a compartir una ideología. Pero sí tiene derecho a saber cuándo le hablan como periodista y cuándo le hablan como militante. Lo contrario no es comunicación: es engaño.
Y esa, sin duda, es una de las peores traiciones que puede cometer el periodismo.




