En Medellín, el Cabildo ha perdido su esencia. El actual Concejo parece más un club social donde todos se sirven la misma tacita de té, repitiendo discursos sin contradicciones ni debates reales. La democracia local —que alguna vez se ejerció con vehemencia en ese recinto— hoy es una caricatura de sí misma.

Y es que no siempre fue así. Basta recordar los registros de los años 80, cuando figuras como Carlos Enrique Moreno de Caro o Hernán Giraldo discutían a viva voz los planes urbanísticos y las finanzas públicas.

Era común que los concejales, con el rostro sudoroso y la voz quebrada, se enfrentaran incluso a sus propios partidos con tal de defender el interés público. La historia recogida por cronistas como Juan José Hoyos y el historiador Jorge Orlando Melo nos recuerda que el Concejo de Medellín fue, alguna vez, la arena donde se libraban las grandes batallas del pensamiento local.

Hoy, el panorama es lamentable. Ni Andrés Tobón, ni María Paulina Suárez, ni Santiago Perdomo ejercen control político real. Alejandro de Bedout, Juan Carlos de la Cuesta y Damián Pérez prefieren el rol de acompañantes silenciosos del gobierno. Santiago Narváez, Sebastián López, Claudia Carrasquilla, Luis Guillermo Vélez y Andrés Rodríguez no son más que piezas de una maquinaria donde pensar distinto es pecado. Leticia Orrego, Juan Ramón Jiménez, Brisvani Arenas, Farley Macías, Alejandro Arias, Miguel Iguarán y Janeth Hurtado completan un comité de aplausos, donde la comodidad del cargo ha reemplazado la responsabilidad del voto popular.

Aquí no hay debates. Aquí hay reuniones de lagarteros, donde cada intervención no busca cuestionar al alcalde, sino garantizar contratos, cuotas y favores. Es un Concejo que se reparte burocracia como quien reparte dulces, mientras Medellín cae a pedazos. La palabra discrepancia está prohibida, y quien ose levantar la voz es visto como un enemigo, no como un legítimo contradictor.

No se equivocaba Álvaro Gómez Hurtado cuando decía que “la democracia es el derecho a discrepar”. En Medellín, discrepar hoy es un acto de valentía. José Luis Marín, desde el Pacto Histórico, lo intenta esporádicamente, pero su voz se pierde entre la multitud oficialista. Carlos Gutiérrez, supuesto independiente, se debate entre el silencio y el miedo a perder sus migajas de poder.

Este Concejo no fiscaliza. Este Concejo no legisla. Este Concejo aplaude, calla y consiente. Es el reino del nepotismo, donde concejales que llegaron prometiendo renovación hoy trafican influencias para ubicar familiares y amigos en cargos menores, mientras aparentan ser tecnócratas. La democracia representativa no es eso: no es obedecer por miedo, ni callar por conveniencia.

La historia será implacable con este Concejo. Mientras Medellín enfrenta uno de sus peores momentos en seguridad, infraestructura y confianza ciudadana, sus concejales se dedican a aplaudir, callar y posar en redes sociales.

En los años 80 y 90, el Concejo fue un escenario de debate político real. Ahora, con este comité de aplausos, Medellín asiste al funeral del control político local. La democracia municipal está secuestrada por el miedo a discrepar y por la sed de favores.

Esta ciudad merece algo más. Merece concejales con carácter, no burócratas disfrazados de líderes. Merece control político, no complicidad. Merece debate, no aplausos.

Porque en Medellín, entre tanto silencio, lo que resuena es la orfandad de la democracia.

Editorial – Nación Paisa