El reciente anuncio del Gobierno Nacional sobre la suspensión de la regla fiscal no es un tecnicismo económico: es una decisión que ya empezó a sentirse en la plaza de mercado. Mientras en Palacio celebran mayor margen de maniobra para gastar, en los hogares colombianos la papa, el huevo, el pan y la leche suben sin freno. La olla a presión no es la fiscal: es la del pueblo que ya no aguanta más.

Al desactivar la regla fiscal, el Ejecutivo habilita un déficit superior al 7 % del PIB, lo que compromete la sostenibilidad macroeconómica del país. La reacción fue inmediata: el dólar superó los $4.180, los TES a 10 años repuntaron y los analistas redujeron proyecciones de crecimiento para el segundo semestre. Con una deuda que ya ronda el 62 % del PIB, el costo de financiamiento nacional se incrementa y se reduce el margen para inversión social efectiva.

Esta volatilidad repercute directamente sobre los bienes esenciales. La depreciación del peso afecta el precio de los insumos agroindustriales, muchos de ellos importados, como fertilizantes, concentrados y pesticidas. A eso se suman mayores tasas de interés que encarecen el crédito rural y contraen la producción primaria. En otras palabras: producir comida en Colombia será más costoso, y eso se traslada, inevitablemente, al consumidor final.

No hablamos de cifras abstractas. Hablamos de la señora que hoy pagó $500 más por el cartón de huevos, del campesino que ya no pudo costear el bulto de abono, del panadero que teme que le claven IVA a la harina en la próxima reforma tributaria. La economía política del hambre no se combate con deuda y discursos, sino con planificación y responsabilidad.

La cláusula de escape fiscal que se invocó está diseñada para choques externos o emergencias imprevisibles. Hoy, su uso refleja improvisación, no previsión. Aumentar el gasto estructural sin medidas compensatorias deteriora la credibilidad institucional, y eso se paga caro: en inflación, desempleo y pobreza.

El Gobierno insiste en que esta es una apuesta por el “bienestar social”. Pero ¿cómo se construye bienestar cuando los precios de los alimentos suben, cuando los sectores rurales pierden competitividad y cuando los hogares populares ven esfumarse su capacidad de compra?

Este no es un problema de expertos: es un problema de dignidad. Y si no se corrige el rumbo pronto, no solo se incendiará la olla: también se quemará la confianza de los colombianos.

Columna de opinión
Por: Yebrail Plazas