En menos de una semana, solo entre Cauca, Valle del Cauca y Nariño, se registraron al menos 24 ataques terroristas coordinados. El saldo, según la Policía Nacional, fue de siete personas muertas, dos policías y cinco civiles y 28 más heridas. Hubo cuatro carros bomba, tres motos cargadas con explosivos, cilindros lanzados desde drones y ráfagas de fusil contra la fuerza pública. Una ofensiva brutal y despiadada.
En Cali, la situación fue especialmente alarmante: explosiones en barrios como Meléndez, Manuela Beltrán y Los Mangos, cerca de estaciones de policía, dejaron muertos y heridos. En Jamundí, una bomba detonada en Guachinte mató a tres civiles y dejó herido a un militar. En Potrerito, otro artefacto explosivo causó ocho lesionados. Y en el peaje de Villa Rica, un bus bomba acabó con la vida de un policía de tránsito. En total, se reportaron acciones violentas en al menos once municipios del Cauca.
Las autoridades atribuyen estos atentados a las disidencias de las FARC, bajo el mando de alias “Iván Mordisco”, en aparente represalia por la ofensiva militar en el Cañón del Micay. Pero más allá de los nombres o las siglas, lo que vivimos es el retorno de un fantasma que nunca se fue: el de la guerra crónica y el abandono estatal.
Cómo hablar de paz cuando se asesinan policías con francotiradores, estallan coches bomba en zonas urbanas y las comunidades viven entre el miedo, la zozobra y el silencio, como se vive en democracia cuando en algunas regiones, lo único que llega con puntualidad son las explosiones.
Y que no nos digan que esto es “normal” en la Colombia profunda. Que no se atrevan a justificar la inacción con promesas vacías de “diálogo total” mientras las balas siguen hablando. Porque no hay nada más perverso que un Estado que se arrodilla ante los violentos mientras deja de lado a los ciudadanos que cumplen la ley.
El caso del suroccidente no es aislado. En Magüí Payán (Nariño), cuatro personas fueron asesinadas en una nueva masacre. En el Catatumbo, los servicios de salud están suspendidos por amenazas armadas. En Sonsón (Antioquia), un capitán del Ejército fue asesinado en medio de operaciones contra el Clan del Golfo. Cada rincón de Colombia carga hoy con su propio drama, ignorado desde los escritorios del poder.
Y mientras tanto, el Gobierno insiste en debates institucionales ajenos a la urgencia nacional: consultas populares ilegales, reformas empantanadas y marchas promovidas desde el Ejecutivo que poco representan a los territorios. La cumbre del cinismo fue la convocatoria a movilizaciones en Cali un día después de que la ciudad sufriera múltiples atentados.
Las ciudades están siendo golpeadas como nunca antes, y lo más grave, la violencia urbana está dejando de ser la excepción para convertirse en la regla. Nos están acostumbrando al caos. Y eso no es gobernar, es rendirse.
Las regiones no pueden seguir siendo el patio trasero del poder central. No hay país posible si permitimos que el Estado fracase justo donde más se lo necesita. La gente en Cauca, Valle, Nariño y Antioquia no pide milagros. Pide vivir. Pide que no le exploten bombas en la puerta de su casa, que no le disparen desde las montañas, que sus hijos puedan ir a la escuela sin miedo.
La “paz total” solo aparece, es momento de comenzar a construir una paz real, que se sustente en la seguridad, la justicia, la presencia institucional continua y la inversión seria. Porque lo que ocurre en las regiones ya no es una alerta roja, es una herida abierta en el corazón del país.