Después de 67 audiencias y más de una década de hostigamiento judicial, el proceso contra el expresidente Álvaro Uribe Vélez ha desembocado en una sentencia que no solo enciende las alarmas del país jurídico, sino que pone en jaque los cimientos de nuestro Estado de Derecho. Como exmagistrado de la judicatura respeto la independencia judicial pero lo que debió ser un juicio guiado por pruebas legítimas y principios procesales, terminó en una condena basada en irregularidades legales, testimonios amañados y la actuación de una jueza, Sandra Liliana Heredia, que ha hecho de la toga un púlpito ideológico.
El caso más evidente es el de las interceptaciones ilegales a la línea telefónica del expresidente. Nadie discute que fueron obtenidas sin una orden válida, que eran fruto de una supuesta “confusión” con la línea de otro investigado y que, una vez se supo que pertenecían a Uribe, la vigilancia se mantuvo deliberadamente. Eso, en cualquier democracia seria, bastaría para anular todo el proceso. Pero en este juicio, lo ilegal se vuelve legal si conviene al relato que se quiere imponer. La jueza no solo aceptó esas grabaciones contaminadas, sino que las erigió como pieza central del proceso.
Y no es el único despropósito. La defensa demostró que después del 12 de marzo de 2018 cualquier prueba obtenida era inválida, pues ya se conocía la ilegalidad de la interceptación. La jueza no dijo ni una palabra al respecto. Se limitó a ignorar el argumento, como si callar ante lo evidente fuera una forma de justicia. Esa omisión no es neutral, es una señal inequívoca de sesgo, de parcialidad y de voluntad condenatoria.
El testigo estrella, Juan Guillermo Monsalve, es una joya de la manipulación judicial. Un paramilitar condenado, contradictorio, beneficiado, que ha cambiado su testimonio en múltiples ocasiones, y que ha sido usado como herramienta política por sectores que desde hace años buscan destruir el legado de Álvaro Uribe. Sin embargo, la jueza le otorga a su palabra una validez absoluta. Lo premia. Lo legitima. Y con base en su testimonio, cuestionado incluso dentro del propio expediente, se condena a un expresidente que nunca se escudó en fueros ni privilegios, que renunció al Senado para enfrentar este proceso como un ciudadano más. Ese acto de transparencia, que debería haber sido leído como una muestra de buena fe, fue convertido en indicio de culpabilidad. Inaceptable.
El fallo del 28 de julio de 2025 expone la doble moral del sistema. Fue absuelto del caso relacionado con Hilda Niño por falta de pruebas, lo cual debilita de raíz uno de los ejes narrativos del proceso. Sin embargo, fue condenado por otros hechos construidos sobre los mismos hilos argumentativos y sobre las mismas pruebas contaminadas. Es decir, cuando no hay pruebas directas, basta con las conjeturas. Y cuando no hay legalidad, basta con la intención política.
Se condena a Uribe bajo la lógica de que “debió saber”, como si en el derecho penal existiera la culpa por asociación, como si el expresidente tuviera que responder por los actos de terceros, incluso cuando no hay nexo jurídico directo. Esta interpretación, además de peligrosa, es destructiva para la seguridad jurídica.
Lo más grave es que la jueza Heredia ha demostrado con su actitud, tono y decisiones que no se trata de una operadora de justicia objetiva. Se trata de una figura que ha actuado con sesgo, que ha politizado el proceso, que ha ignorado deliberadamente argumentos clave de la defensa y que ha construido una sentencia sobre bases ideológicas más que jurídicas. El elogio que hizo del testigo Monsalve no es un simple comentario: es una declaración de intenciones. Es el reflejo de un proceso en el que ya estaba escrita la sentencia antes de culminar el juicio.
Colombia no asiste al triunfo de la justicia. Asiste al uso de la justicia como arma de retaliación política. Se castiga no solo a Álvaro Uribe, sino al proyecto de país que representa, la seguridad democrática, la defensa de las instituciones, la firmeza frente al populismo y el liderazgo que enfrentó al terrorismo con decisión.
No se trata de idolatrar a Uribe ni de negarle errores. Se trata de exigir que, como cualquier ciudadano, tenga derecho a un juicio justo, sin pruebas ilegales, sin jueces sesgados, sin persecuciones disfrazadas de legalidad. Se trata de que en Colombia la justicia no se convierta en un campo de batalla ideológico donde se premia al mentiroso si ayuda a condenar al adversario.
El fallo contra Uribe no es una condena jurídica. Es un mensaje político. Y es también una advertencia, si la justicia puede ser usada para destruir al expresidente más importante de las últimas décadas, puede ser usada contra cualquiera. Hoy es Uribe. Mañana, será cualquiera que no se arrodille ante el pensamiento único. La democracia está en juego. Y la historia juzgará, no a Uribe, sino a quienes desde la justicia decidieron convertir su independencia en militancia.
Foto y noticia: Colprensa