La polarización política existente en Colombia ha llegado a extremos altamente perjudiciales, al punto de afectar no solo las relaciones entre las ramas del poder público -que deberían ser de colaboración armónica, como lo ordena la Constitución, para alcanzar los fines del Estado-, sino el normal funcionamiento de las instituciones, incluida la administración de justicia.
Como se ha visto durante el trámite de postulación y elección de nuevos magistrados de la Corte Constitucional, se ha desfigurado por completo una de las funciones primordiales del Senado: nada menos que la de seleccionar a quienes tienen a cargo la guarda de la integridad y supremacía de la Constitución. A tal punto ha llegado la polarización que la reciente elección de un magistrado fue calificada como derrota del Gobierno y hasta generó una incomprensible crisis ministerial.
Han olvidado que la Corte Constitucional es un tribunal del más alto nivel, no un organismo partidista o de grupo. Como cabeza de la jurisdicción constitucional, en su Sala Plena y en las salas de revisión y unificación en materia de tutela, la Corte dicta autos y sentencias, no proclamas, ni manifiestos de respaldo o de rechazo al Ejecutivo, ni en detrimento o a favor de ningún sector o interés político.
El punto de referencia de las decisiones judiciales proferidas por la Corte no es otro que la Constitución de 1991. Si, por ejemplo, declara inexequible una ley, un acto legislativo, un decreto dictado en ejercicio de facultades extraordinarias o en virtud de cualquiera de los estados de excepción, será porque, previo examen jurídico, los magistrados concluyeron que vulneraba valores, principios o normas constitucionales, debido a su contenido o al trámite de su aprobación. No por ello se la puede tildar de ser una corporación enemiga del Congreso o del presidente de la República. Si, por el contrario, declara la constitucionalidad de una de tales disposiciones, no estamos ante la ejecución de una orden gubernamental, legislativa o partidista.
Ni la Corte Constitucional, ni ninguna de las otras corporaciones de la administración de justicia conforma un cuerpo u organización política, ni de apoyo o contradicción, simpatía o antipatía frente al gobierno de turno. Los magistrados no son voceros partidistas. Son jueces y, en cuanto tales, su actividad no se enmarca en una cierta línea ideológica. Deben adoptar sus decisiones -que son eminentemente judiciales- con autonomía, libertad e imparcialidad. Sin compromisos con nadie.
Tanto en el proceso de elaboración de las ternas -por parte de la Corte Suprema, el Consejo de Estado o el presidente de la República- como para la votación en el Senado, deben ser consideradas las hojas de vida de los candidatos, su formación académica, preparación, aptitudes, experiencia, antecedentes. No la mayor cercanía al Gobierno o a la oposición.
La dañina práctica que se ha venido observando a propósito de recientes elecciones de magistrados, en cuyo desarrollo se cataloga a los ternados como gobiernistas u opositores, derechistas o izquierdistas, amigos o enemigos, los irrespeta a ellos, demerita el papel de la Corte Constitucional y afecta la institucionalidad.
Elegido un magistrado, no hay vencedores ni derrotados. Se ha cumplido un trámite y, al tomar posesión de su cargo, el seleccionado asume una función judicial que, por definición, debe ser imparcial.
Foto y noticia: Colprensa