Una vez más, la tragedia golpea al norte de Nigeria. Esta semana, al menos 115 personas, entre ellas numerosos niños, perdieron la vida en la ciudad de Mokwa, estado de Níger, tras las intensas lluvias que provocaron inundaciones durante la madrugada, mientras sus habitantes dormían. La cifra, aún preliminar, sigue aumentando a medida que los equipos de rescate avanzan entre el lodo y los escombros.

Lo ocurrido en Mokwa no es un accidente aislado, sino parte de una cadena de catástrofes anunciadas que año tras año arrasan comunidades en una región históricamente desprotegida frente a los efectos del cambio climático. Las autoridades estatales calificaron el evento como “desgarrador”, pero las palabras de condolencia resultan insuficientes frente a la cruda realidad de una infraestructura precaria, una planificación urbana inexistente y una política de prevención prácticamente ausente.

En 2022, Nigeria vivió las peores inundaciones en más de una década: más de 600 muertos y un millón de desplazados. En 2023, el saldo fue similar, con 200 muertos y casi 400.000 personas forzadas a dejar sus hogares. Ahora, en 2024, la historia se repite en Mokwa, una ciudad agrícola clave para la economía local que no ha recibido la atención estructural que necesita.

Los expertos advierten que las lluvias estacionales serán cada vez más intensas y frecuentes debido al calentamiento global. Sin embargo, los planes de mitigación siguen rezagados frente a la magnitud del problema. Mokwa, como tantas otras ciudades del llamado “cinturón de inundaciones” de África Occidental, se enfrenta al agua sin defensas.

La verdadera emergencia, más allá de los números, es que estas tragedias ya no son eventos excepcionales: son parte de la nueva normalidad para millones de africanos vulnerables. Y mientras no haya inversión sostenida en resiliencia climática, lo único que cambiará será el nombre de la próxima ciudad afectada.