El desnivel ético, por decirlo de alguna manera, de buena parte de los que son protagonistas de la política, es ostensible. Recurrentemente predican una cosa pero se contradicen cuando llega la hora de asumir una posición decisiva. Tienen doble moral y eso en función de los intereses que representan.
Es frecuente el discurso en pro de la democracia. Pero políticos negacionistas se apartan de la aplicación de sus principios cuando se proponen mejoras para el pueblo. El archivo de las reformas laboral y de salud en la comisión séptima del Senado es prueba reina del distanciamiento de algunos congresistas con soluciones prioritarias de problemas que agobian a los pobres.
La defensa del llamado Estado social de derecho queda en nada cuando se promueven políticas que lo hagan viable.
Las alabanzas al expresidente Álvaro Uribe con respecto a sus ocho años de gobierno son frecuentes. Pero el balance de lo que realmente representaron muestran una realidad diferente. ¿Por qué entonces es tan grande la pobreza y la desigualdad en Colombia? ¿Y por qué se multiplicó la violencia con la promoción del paramilitarismo mediante el patrocinio del gobierno? ¿Por qué la ejecución de 6.402 colombianos haciéndolos pasar como guerrilleros dados de baja en combate, cuando eran víctimas de una operación criminal con la cual se pretendía mostrar resultados en la lucha contra los alzados en armas? ¿Y el despojo de tierras a los campesinos?
¿Si los ocho años de Uribe fueron de tanta seguridad y prosperidad, por qué la nación siguió cargando con tan abultados indicadores de atraso y de violencia? ¿Cuáles fueron las soluciones sostenibles?
Esos mismos políticos negacionistas son los que buscan el indebido intervencionismo extranjero contra la soberanía nacional. No les importa en nada la independencia y son capaces hasta de aliarse con las mafias del narcotráfico con tal de desacreditar al gobierno que no es de su círculo.
Al tiempo que se predica el entendimiento, el respeto a la diferencia y erradicación de la corrupción, se fomentan la discriminación, el odio, la trampa para beneficiarse de los recursos oficiales y otras prácticas de abyección.
Las narrativas de quienes hacen parte de las cúpulas del Centro Democrático, Cambio Radical y otros partidos afines son incitación a la violencia y a la estigmatización de los que no son de su clan.
Está también la complacencia con las violencias de los grupos armados como insumo electoral. Aprovechan esa desgracia para atacar al gobierno olvidando que son ellos los que han atizado tantas agresiones contra los derechos humanos y ultrajes a la vida en diferentes etapas de Colombia.
El sectarismo, que se disimula con frases engañosas, es una práctica obsesiva. Se le tiene como herencia sagrada. Y con ese sentimiento exterminador se impuso en una etapa la violencia interpartidista con un saldo abismal de víctimas.
Colombia no puede seguir atada a la farsa de los falsos demócratas, de esos que engañan con invocaciones a la paz y al mismo tiempo tienen pactos secretos con grupos criminales.
La mentira no puede seguir teniendo cabida en el manejo de la nación. El derecho a la oposición no puede convertirse en el combustible letal que tanta desgracia le ha costado a Colombia.
Puntada
Gaza sigue siendo un infierno devastador. El hambre y la muerte son de una cotidianidad espantosa. ¿Hasta cuándo?