“Dime con quién andas y te diré quién eres”. Lo que alguna vez fue un consejo para educar, hoy retrata con precisión al presidente de la República. Gustavo Petro no solo se rodea de criminales: los saca de prisión, los exhibe como interlocutores y les entrega una tarima oficial para disfrazar de paz lo que en realidad es impunidad. Y todo, bajo la fachada de una “paz total” que se ha convertido en licencia para delinquir.

El pasado 22 de junio Medellín vivió una de las jornadas más indignantes de su historia reciente. En La Alpujarra, corazón institucional de Antioquia, el presidente encabezó un mitin político acompañado de sus ministros, congresistas del Pacto Histórico y una multitud movilizada desde los barrios, muchos bajo presiones y amenazas, según múltiples denuncias ciudadanas. Pero el escándalo no fue solo la propaganda política: lo fue también la compañía. Nueve cabecillas de estructuras criminales de Medellín fueron trasladados desde la cárcel de Itagüí, en vehículos oficiales, custodiados por el Estado y recibidos como si fueran figuras públicas, no como los jefes mafiosos que realmente son.

Alias “Douglas”, “Tom”, “Pesebre”, “El Indio”, “El Tigre”, “El Saya”, “Juan 23”, “Vallejo” y “Albert” no solo asistieron: protagonizaron el evento. Le hablaron al presidente, leyeron comunicados, hicieron exigencias jurídicas y posaron ante las cámaras con la impunidad como telón de fondo. Fue una escena grotesca: los mismos que durante años han sembrado terror, ahora convertidos en voceros de paz. Mientras tanto, las víctimas quedaban reducidas a un silencio indigno.

No fue un acto privado ni una audiencia reservada. Fue un espectáculo público, transmitido a nivel nacional, con recursos del Estado y con toda la parafernalia institucional puesta al servicio de una narrativa perversa. Se quebrantaron normas penitenciarias, se abusó del poder público y se cruzó una línea peligrosa: la que separa al Estado de Derecho de la complicidad.

La gravedad no está solo en quiénes hablaron, sino en lo que representó ese acto. Se utilizó el aparato estatal para legitimar a los mismos que siguen cometiendo delitos. Se pisoteó la dignidad de las víctimas y se degradó la institucionalidad. La fuerza pública, que combate a estas estructuras a diario, fue humillada al ver cómo sus enemigos eran premiados con gorras, micrófonos y ovaciones presidenciales.

Mientras eso ocurría, el presidente atacaba desde la misma tarima al alcalde Federico Gutiérrez y al gobernador Andrés Julián Rendón. No por omisos, sino por cumplir con su deber, enfrentar a las bandas criminales, proteger a los ciudadanos y exigir justicia. Pero en esta versión distorsionada del país, los que hacen su trabajo son señalados, y los que delinquen reciben honores.

Este no es un episodio aislado ni un simple error político. Es un símbolo de hacia dónde se está conduciendo al país, hacia un modelo donde la ley se acomoda al capricho del poder, donde el crimen gana espacios de representación, y donde la impunidad se celebra como si fuera reconciliación. La tarima de Medellín fue una alerta roja para la democracia.

Desde la oposición no solo condenamos este hecho: lo denunciamos como un acto de degradación institucional. No se puede permitir que el poder sirva para condecorar al crimen. No se puede aceptar que las cárceles se conviertan en plataformas políticas. Y mucho menos se puede tolerar que la justicia sea reemplazada por espectáculos de impunidad.

La paz no puede construirse a costa de la ley. No puede surgir de acuerdos con quienes siguen controlando territorios a punta de miedo. Una verdadera paz exige justicia, exige reparación, exige verdad. Lo demás es una farsa. Lo de Medellín no fue un intento de reconciliación, fue un pacto tácito con el crimen organizado.

Ese día no solo se violaron normas, se violó la confianza de un país que aún cree en la legalidad. Y cuando el Estado cruza esa línea, deja de ser garante de derechos para convertirse en cómplice de su destrucción. Medellín no fue un caso aislado, fue el espejo de un poder que ya no reconoce límites. Y si no se detiene ahora, el costo será irreparable.

COLPRENSA