Donald Trump anda tan descontrolado que ya no parece un político, sino el resultado de mezclar a un pirata del siglo XVII con un viejito cascarrabias que perdió la medicación. Y lo peor es que está convencido de que América Latina es su zona de juegos, su spa geopolítico, su lugar favorito para hacer lo que más le gusta: el ridículo con consecuencias. El episodio del barco petrolero es tan grotesco que uno no sabe si reírse, llorar o pedirle a Netflix que compre los derechos. Estados Unidos, sí, la nación que da sermones sobre legalidad, democracia y orden, salió a asaltar un barco en aguas venezolanas. Lo asaltaron, como quien le rapa el celular a alguien en TransMilenio, pero con bandera gringa y justificación diplomática. Y la excusa que soltaron es tan absurda que debería estar en un show de stand up: “iba para Cuba”. Claro, ¿y qué más? ¿Las olas también eran comunistas? ¿El viento sonaba a salsa cubana? ¿El capitán mascaba tabaco con sabor a revolución? Ya en este punto, cualquier cosa que flote y no les guste, la pueden declarar sospechosa de ir para Cuba. Si mañana se encuentran una boya amarilla, dirán que estaba intentando llegar a La Habana para apoyar al régimen.

Pero es que Trump no se quedó ahí. Robar barcos es apenas su calentamiento. Después decidió que podía amenazar a Colombia como si estuviera reclamando una deuda. Dijo, sin arrugarse la cara, que podría “venir por el presidente colombiano”. Y ahí uno piensa: ¿esto es diplomacia o es un episodio de El Man Es Germán, versión imperial? Imaginar a Trump anunciando que viene por un presidente latinoamericano es como imaginar a un tío borracho diciendo que va a cobrar una plata que nadie le debe. Uno no sabe si está hablando en serio o si solo está hablando porque nadie le escondió el micrófono. El nivel de desconexión con la realidad es tan grande que a veces da miedo y risa al mismo tiempo. Risa porque lo que dice es tragicómico, miedo porque tiene portaaviones.

La historia entre Estados Unidos y América Latina siempre ha tenido episodios oscuros, pero lo del barco inaugura una nueva categoría: la piratería premium, con logo, vocería oficial y explicaciones que insultan la inteligencia. Es como si alguien te robara la casa y luego te dijera que la tomó “por tu seguridad”. Y lo más increíble es que parte de la opinión pública de allá aplaude, como si fueran actos heroicos. Uno se pregunta si realmente entienden lo que pasó o si simplemente disfrutan cualquier cosa que huela a testosterona imperial. Si Estados Unidos roba un barco, bravo. Si amenaza un país, valiente. Si un latinoamericano se queja, exagerado. Es el tipo de lógica que solo puede existir en un imperio o en una relación tóxica donde el agresor escribe las reglas y la víctima agradece.

Y aquí está la parte de humor negro: América Latina sigue actuando como si esto fuera normal, como si el asalto de barcos fuera parte del pronóstico del clima. “Probabilidad de piratería al 70%, lleve paraguas y diplomacia pasiva.” Si este continente fuera una persona, estaría donde el psicólogo diciendo: “me roba, me amenaza, me culpa, pero es que él es así”. Lo más triste no es el abuso, sino la mansedumbre con la que se tolera. Y mientras tanto Trump sigue ahí, del otro lado, convencido de que cada vez que abre la boca no sale una barbaridad, sino una política pública.

En cualquier otro contexto, esta historia sería comedia. Pero aquí es tragedia con carcajadas. Porque sí, nos reímos, pero es risa nerviosa, risa incómoda, risa de sobreviviente. Sabemos que es una locura ver a un expresidente actuar como pirata novato robando un barco y luego amenazar países al estilo narco jubilado. Pero aquí estamos: riéndonos para no admitir que este continente lleva tanto tiempo aguantando disparates que ya hasta suenan familiares. Y aun así, hay que decirlo: el barco no era suyo, el presidente no es suyo y este continente tampoco. Por mucho humor negro que nos quede, hay límites. Incluso para Trump.

 

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