No hablo desde el escritorio ni desde la comodidad del discurso. Hablo desde Cali, donde el estallido social de 2021 convirtió las calles en trincheras, los semáforos en cenizas y las noches en vigilias de terror. Lo viví como ministro de Justicia, pero también como colombiano, como testigo de un país que se desmoronaba frente a nuestros ojos. Vi cómo los barrios del oriente de Cali ardían mientras el Estado tardaba en reaccionar. Vi ambulancias bloqueadas, niños sin leche, madres llorando en los andenes porque no podían conseguir comida ni medicinas para sus hijos.

Vi cómo se cerraban más de 40 estaciones de transporte masivo del MIO, cómo la ciudad se dividía por barricadas que no solo frenaban vehículos, sino también la esperanza. Vi cómo se vaciaban los estantes de los supermercados, cómo se agotaba el oxígeno en clínicas y hospitales. Vi cómo la informalidad se disparaba y cómo más de 500.000 microempresarios en todo el país, según cifras de ACOPI, se quedaban sin nada por cuenta de bloqueos y vandalismo.

La legítima protesta fue infiltrada por el crimen organizado, por estructuras armadas que aprovecharon el desgobierno para sembrar el caos, una mezcla tóxica entre abandono, rabia social y silencio institucional que dejó 80 muertos en su mayoría jóvenes de barrios vulnerables, cientos de heridos y una ciudad marcada para siempre por el miedo.

Por eso, cuando el presidente Gustavo Petro lanza ahora un llamado abierto a un nuevo estallido social, no está agitando banderas de justicia, está jugando con fuego. Y lo hace con pleno conocimiento de causa. No es un error de cálculo, es una provocación deliberada. No es liderazgo, es populismo incendiario.

El Valle del Cauca perdió el 4% de su economía durante esos meses oscuros. Solo en Cali, más de 1.000 comercios fueron saqueados, y decenas de empresas extranjeras cancelaron sus planes de inversión. Muchos no volvieron a abrir. Muchos jóvenes, que fueron usados como escudos humanos de la rabia, hoy no tienen ni empleo ni estudio. Y ahora, desde el Palacio de Nariño, se les vuelve a invitar a las calles, como si nada hubiera pasado.

Pero el desastre no fue exclusivo del suroccidente. En Bogotá, TransMilenio fue atacado más de 120 veces, con pérdidas que superaron los 30.000 millones de pesos. En Medellín, aunque el impacto fue menor, los bloqueos en vías nacionales afectaron el abastecimiento de alimentos y combustibles, disparando la inflación regional. En Bucaramanga y Pereira se vivieron jornadas violentas que dejaron policías heridos, estaciones destruidas y parálisis comercial.

En el Caribe colombiano también se sintió el golpe: en Barranquilla, la Zona Franca reportó afectaciones logísticas por los bloqueos en vías clave como la Ruta del Sol. Según Fenalco Atlántico, el comercio de la ciudad tuvo pérdidas diarias de hasta $20 mil millones durante los días más críticos. Incluso en regiones alejadas del epicentro, como Nariño o el Huila, las protestas impidieron el transporte de medicamentos, gas domiciliario y alimentos, agudizando el malestar de poblaciones vulnerables.

Y mientras el país aún lidia con las secuelas del anterior estallido, el presidente Petro desde la tribuna que representa la jefatura del Estado lanza arengas irresponsables como si fuera un agitador de esquina y no el jefe supremo de las Fuerzas Armadas. Su llamado a “llenar las calles”, a “movilizarse contra el Congreso” y a “derrotar a los enemigos del cambio” no es otra cosa que un intento burdo de encender de nuevo el país para lavar su propia incapacidad de gobernar.

No es aceptable que un presidente que juró respetar la Constitución use el poder para confrontar las instituciones que lo contradicen. Lo peligroso es que no estamos ante una protesta espontánea ni un clamor popular legítimo, estamos ante una estrategia de poder. Petro no quiere reformas, quiere una ruptura. Y esa ruptura la quiere a fuego lento, con discursos encendidos que polarizan, dividen y rompen el tejido institucional.

Porque si algo nos enseñó ese oscuro 2021 es que cuando el Estado pierde el control, los que pagan son los cuidadanos. Y eso, señor presidente, no lo vamos a permitir.

Foto y columna: Colprensa