Lyan tiene 11 años; no es un número más, no es una estadística: es un niño. Y al momento en que se publique esta columna, llevará siete días secuestrado por la estructura Jaime Martínez, una disidencia de las FARC dedicada al narcotráfico y al terror.
*¡SIETE DÍAS!*
Siete días. Siete noches sin su cama, sin su mamá, sin el abrazo que calma el miedo. Siete días lejos de todo lo que le da seguridad, consuelo, protección. Siete días en los que probablemente no ha visto la luz del sol, no ha dormido tranquilo, no ha dejado de temblar.
Imaginemos —de verdad— lo que está viviendo: un niño de 11 años, en medio de la selva, rodeado de hombres armados. Encapuchados. Desconocidos. Gritando órdenes. Un niño que tiembla de frío, de terror, cuyo llanto no puede controlar. Que seguramente grita por su mamá, una y otra vez. Que se tapa los oídos para no escuchar los ruidos de la selva, los pasos, los gritos, los disparos a lo lejos. Que llora hasta quedarse sin fuerzas, sin lágrimas, sin voz.
Ese es el infierno que Lyan está viviendo. Y mientras tanto, el país sigue pendiente del nuevo escándalo político. No hay espacio para los niños. Las peleas entre bandos venden más, y de eso se hablará en las comidas y reuniones, no del niño que tiembla en la selva.
El presidente guarda silencio. El Estado actúa como si este secuestro fuera un asunto menor. Y la sociedad, en su mayoría, simplemente mira hacia otro lado.
¿Dónde están los discursos sobre la niñez primero? ¿Dónde están los que hablan de dignidad humana? ¿Dónde está el puesto de mando unificado que debería estar operando día y noche hasta encontrarlo? ¿Dónde están los líderes políticos de todos los sectores exigiendo su liberación, sin excusas ni matices? ¿Dónde están las marchas, los plantones, los medios de comunicación presionando minuto a minuto?
Y peor aún: ¿dónde están los supuestos defensores de la paz? ¿Los que insisten en sentarse a negociar con estos mismos delincuentes? ¿Van a seguir llamándolos “actores políticos” mientras tienen a un niño secuestrado, solo, muerto de miedo?
A los criminales que lo tienen: ¡son unos cobardes! ¡Unos miserables que no tienen ni una pizca de humanidad! Secuestrar a un niño es una línea que jamás debió cruzarse. No hay causa, ni ideología, ni guerra que justifique semejante atrocidad. No están luchando por nada. Son narcoterroristas. Y el país entero debería estar gritándoles en la cara: ¡Liberen a Lyan ya!
A la comunidad internacional, a los organismos de derechos humanos, a la ONU, a la OEA, a UNICEF: levanten la voz. Actúen. Intervengan. Presionen. ¡No esperen a que aparezca muerto para reaccionar!
Y a nosotros, como sociedad: ¿qué más tiene que pasar para que reaccionemos? ¿Cómo llegamos a este nivel de indolencia? ¿En qué momento aceptamos como normal que un niño pueda ser secuestrado y nadie se detenga?
Lyan no puede esperar más. Su vida, su integridad, su infancia están en riesgo ahora. Cada minuto cuenta. Cada silencio es complicidad.
Hoy Colombia está fallando. Pero aún estamos a tiempo de reaccionar. Gritémoslo sin descanso: #LiberenALyan
*ADENDA:*
Ojalá, cuando estas líneas se lean, ya esté en casa. Que esta columna no sea un clamor, sino el eco de una pesadilla que terminó. Y que también sea un espejo que nos haga reflexionar como sociedad, porque el silencio fue indolente y nos refleja como sociedad.