A veces la nostalgia no es un sentimiento, sino una trampa. Y hay personajes que se quedaron viviendo dentro de ella, como si el ayer fuera el único refugio donde aún logran sentirse importantes. Efraín Arce, autoproclamado pionero de la movilidad televisiva, parece ser uno de ellos.
Durante años se presenta como “el creador de la primera sección de tránsito y movilidad en la televisión colombiana”. Y ahí se quedó. En esa frase. Como si el tiempo no hubiera pasado, como si nada más hubiera ocurrido en su vida profesional desde entonces. Vive del pasado como quien saca brillo a una medalla oxidada, convencido de que el ruido de los aplausos antiguos todavía lo salva del silencio actual.
Hoy, sin mayores méritos visibles, intenta recuperar atención en redes sociales a través de la burla, el odio y el acoso. No habla de movilidad, ni de ciudadanía, ni de soluciones urbanas: habla contra las personas. Su discurso se ha vuelto la caricatura amarga de alguien que ya no construye, solo destruye.
Lo más preocupante es que Arce no solo agrede con sus palabras, sino que valida la violencia ajena. En uno de sus últimos episodios digitales, dio “me gusta” y respondió con entusiasmo a un usuario que pedía, literalmente que despidieran a periodistas de RTVC y que “comieran mierda”. Ese gesto, tan breve como revelador, muestra el punto exacto donde la frustración personal se transforma en peligro colectivo. Cuando alguien con seguidores decide amplificar el odio, lo que produce no es debate, sino linchamiento.
Efraín Arce se comporta como ese tío lejano que llega a la reunión familiar contando una y otra vez la misma historia de cuando “salió en televisión”, mientras todos miran el celular esperando que se calle. O como el padre ausente que envejeció mal y ahora pretende imponer autoridad moral en nombre de un pasado que solo existe en su cabeza. Un personaje que, en lugar de evolucionar, se aferra a la arrogancia del recuerdo, intentando ser relevante a costa de los demás.
Pero lo cierto es que sus ataques no deberían preocupar a nadie. Cada insulto revela más su frustración que su fuerza. Y como ocurre con esos familiares incómodos que buscan atención a gritos, lo más sano es lo más simple: ignorarlo.