Lo que ocurrió en Medellín esta tarde va más allá de una protesta política, de una tarima improvisada arrebatada a concejales afines a Federico Gutiérrez y a Álvaro Uribe Vélez, o de una pancarta agresiva. Lo que vimos fue la transformación de una tragedia personal —el atentado contra el candidato Miguel Uribe— en un símbolo de combate ideológico, una cruzada emocional que mezcla fe, victimismo y nacionalismo en contra de un enemigo político: Gustavo Petro.

La pancarta lo dice todo: «PETRO COMPARTE TARIMA CON BANDIDOS». Pero no está sola. A su alrededor, un candidato envuelto en la bandera, una figura religiosa al frente del escenario, rosarios colgados del cuello y arengas cargadas de odio. No es un acto político. Es un ritual simbólico de condena, una puesta en escena con tintes mesiánicos.

Y no es nuevo. La historia del mundo está llena de ejemplos donde el sufrimiento de un líder o candidato se convierte en combustible emocional para justificar agendas extremas o dividir a la sociedad.

En Estados Unidos, tras el atentado a Ronald Reagan en 1981, sectores del conservadurismo más radical lo elevaron como símbolo de la «lucha contra el mal» y aprovecharon el atentado para endurecer políticas internas, asociando a sus opositores con el caos y la decadencia moral.

En Turquía, el intento de asesinato contra el entonces primer ministro Erdoğan en 2006 fue utilizado para fortalecer su relato de «líder amenazado por enemigos internos y externos», lo que alimentó años de purgas políticas y control autoritario disfrazado de protección nacional.

En América Latina, el caso más cercano es el de Álvaro Uribe Vélez, quien, tras sobrevivir a varios atentados en los años 90 y 2000, consolidó su figura como un salvador rodeado de enemigos. Su relato de «amenazado por el terrorismo» se convirtió en la base de una narrativa que justificó el autoritarismo, el señalamiento del contradictor como traidor y el uso del miedo como estrategia de campaña.

Ahora, con Miguel Uribe, asistimos al mismo libreto. Un hecho real y doloroso, como lo es un atentado, es transformado en mitología política. Se sustituye el análisis por la emoción, el argumento por el grito, la política por la cruzada.

En vez de discutir sobre las garantías que necesitan todos los candidatos, sobre el ambiente hostil de las campañas o el papel del Estado, se decide culpar a Petro. No por pruebas. No por investigación. Sino por conveniencia narrativa. Se demoniza al adversario, se convierte al aliado en mártir, y se avanza hacia una radicalización cada vez más peligrosa.

Colombia no necesita más cruzadas ni mártires. Necesita verdad. Necesita respeto. Necesita instituciones que funcionen. Porque cuando el dolor se instrumentaliza, el peligro no es solo para el adversario político: es para la democracia misma.