En Medellín se está repitiendo un libreto viejo y peligroso: el del gobernante que necesita un enemigo interno para justificar medidas de fuerza. El alcalde Federico Gutiérrez encontró en un acto de vandalismo dentro del Politécnico Jaime Isaza Cadavid el pretexto perfecto para criminalizar la universidad pública y poner a estudiantes y profesores en el mismo plano discursivo en el que históricamente se ha ubicado a quienes ejercen el terrorismo.

El hecho es claro: diez encapuchados prendieron fuego a una oficina dentro del Poli. Es condenable, es repudiable y debe ser investigado. Pero lo que no es al menos no sin un salto semántico deliberado, es terrorismo. Ese salto es el que decide dar el alcalde cuando afirma que lo ocurrido “no tiene otro nombre”. Y es ahí donde empieza el peligro: en la deliberada decisión de borrar la frontera entre el vandalismo cometido por un pequeño grupo y el terrorismo ejercido por organizaciones armadas, nacionales o internacionales.

Cuando un gobernante toma expresiones reservadas históricamente para describir actos de guerra y las coloca sobre la universidad pública, no está simplemente exagerando; está construyendo un enemigo interno. Ese enemigo sirve siempre para lo mismo: crear miedo, justificar medidas de fuerza, erosionar la autonomía universitaria y transformar la protesta o el debate académico en actos sospechosos por definición.

El patrón es histórico. Cada vez que un gobierno ha querido intervenir, someter o controlar a la universidad, primero ha tenido que estigmatizarla. En Colombia, la Universidad Nacional fue catalogada en los años 70 como un foco de subversión; ese discurso justificó allanamientos, detenciones arbitrarias y un ambiente de vigilancia que aún hoy se recuerda como uno de los capítulos más oscuros de la educación pública. En México, en 1968, el argumento de “restablecer el orden” permitió la entrada del Ejército a la UNAM y terminó en una masacre. En Chile, durante la dictadura de Pinochet, la universidad fue descrita como una fábrica de marxistas para luego intervenir sus currículos y expulsar profesores. En Italia y España, durante la primera mitad del siglo XX, cualquier movilización universitaria era presentada como amenaza al orden público y respondida con represión.

El libreto se repite porque funciona. Primero se siembra el miedo. Luego se equipara la crítica con la violencia. Después se hace creer que la fuerza pública es la única solución. Finalmente, se debilita el único espacio donde el pensamiento crítico puede desarrollarse sin permiso del poder: la universidad.

Lo más grave de lo ocurrido esta semana en Medellín no es el acto vandálico, que debe ser investigado con rigor, ni la exigencia de seguridad legítima de los estudiantes. Lo grave es que el alcalde unió dos hechos que no tienen relación entre sí. Horas antes del trino sobre el Poli, Gutiérrez publicó un mensaje denunciando un atentado explosivo atribuido al ELN. Más tarde, usó la misma palabra terrorismo, para referirse a lo sucedido dentro del campus. Con ese movimiento discursivo logró equiparar un hecho perpetrado por un grupo armado ilegal con un hecho cometido por encapuchados dentro de una institución educativa. Es una operación retórica calculada: junta dos realidades diferentes para crear un clima emocional que permita justificar un discurso cada vez más autoritario.

La universidad pública molesta porque piensa, porque investiga, porque denuncia y porque forma ciudadanos críticos. Esa naturaleza incómoda la convierte, una y otra vez, en blanco del poder político. No es casual que en momentos de tensión, los gobiernos más inseguros recurran a la criminalización de los estudiantes. Les sirve para desviar la atención, reforzar su imagen de autoridad y presentar la fuerza como la respuesta que “la gente pide”.

Pero defender la universidad no significa defender el vandalismo. Significa impedir que un acto que debe resolverse con investigación penal se convierta en la excusa para militarizar el pensamiento y estigmatizar a 30.000 estudiantes. Significa recordar que la autonomía universitaria existe precisamente para proteger a la academia de los gobiernos que ven en la crítica un enemigo y no un aporte.

La historia demuestra que cuando la fuerza pública entra a la universidad, no es la paz lo que entra: es el silenciamiento. Cuando el miedo se instala en el campus, el pensamiento se repliega. Y cuando un alcalde decide llamar terroristas a los que deberían ser ciudadanos formados, no está protegiendo a la ciudad: está debilitando la democracia.

El vandalismo debe investigarse. La violencia debe rechazarse. Pero la universidad debe defenderse. Porque cada vez que un gobernante la señala como enemiga, lo que realmente está atacando no es un edificio: es la libertad de pensamiento de toda una sociedad.

 

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