El equilibrio entre las ramas y órganos del poder público, su independencia y autonomía, sin perjuicio de la colaboración armónica entre ellos -haciendo cada uno lo que le corresponde- son elementos esenciales para la vigencia de una auténtica democracia y para cumplir los propósitos del Estado Social de Derecho. Como se instituyó a partir del pensamiento de Montesquieu: dado que quien tiene poder suele inclinarse a retenerlo y hay muchos que abusan o quieren abusar del poder, es preciso que, por disposición e imperativo del orden jurídico, el poder detenga y controle al poder. Que no esté concentrado, como puede estarlo en monarquías o dictaduras, sino que se distribuya, de modo que exista un equilibrio entre ramas y órganos independientes, según reglas predeterminadas que contemplen un sistema eficaz de frenos y contrapesos.
Según el artículo 113 de la Constitución colombiana, además de los órganos que integran las tradicionales ramas legislativa, ejecutiva y judicial, existen otros, autónomos e independientes, para el cumplimiento de las demás funciones del Estado. Agrega la norma que, si bien tienen funciones separadas, todos ellos colaboran armónicamente para la realización de los fines estatales, que son los previstos en el artículo 2 : “servir a la comunidad, promover la prosperidad general y garantizar la efectividad de los principios, derechos y deberes consagrados en la Constitución; facilitar la participación de todos en las decisiones que los afectan y en la vida económica, política, administrativa y cultural de la Nación; defender la independencia nacional, mantener la integridad territorial y asegurar la convivencia pacífica y la vigencia de un orden justo”.
Dice el artículo 121: «Ninguna autoridad del Estado podrá ejercer funciones distintas de las que le atribuyen la Constitución y la ley».
La polarización política existente ha dado lugar a una enorme desfiguración de la democracia y a erróneas interpretaciones de la preceptiva fundamental, en detrimento de los señalados fines estatales, que deberían prevalecer sobre el interés puramente político. Dirigentes y partidos obstaculizan proyectos y programas, existiendo problemas que requieren urgente solución como es el caso del sistema de salud o las dificultades presupuestales. De uno y otro lado, no hay sino enfrentamiento. No se dialoga, no se razona, no se discute, no se intenta conciliar ni se formulan contrapropuestas, y se frustran los debates sobre leyes y reformas de gran importancia.
El Ejecutivo, por su parte, sigue insistiendo en la necesidad de convocar una asamblea constituyente, sin señalar sobre cuáles materias versaría y a sabiendas de que, requiriéndose una ley previa, con mayorías calificadas, es muy probable que tal propuesta fracase, como ocurrió con la convocatoria a la consulta popular en materia laboral.
No hay, entonces, la colaboración armónica que ordena la Constitución, toda vez que no hay coordinación sino peleas y rivalidades entre órganos y poderes. Pero tampoco hay respeto a la separación funcional, como lo hemos visto cuando varios alcaldes, sin coordinación con el presidente de la República -a quien compete la dirección de las relaciones exteriores- viajan a Estados Unidos para hablar -en una supuesta representación de Colombia- sobre decisiones de claro interés nacional -no local-, desbordando el campo de sus específicas competencias.
Foto y noticia: Colprensa