«El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente.» Esa advertencia del historiador Lord Acton nunca había resonado tanto como ahora, cuando la Corte Constitucional, con una claridad demoledora, declaró “arbitraria e ilegal” la intervención a la EPS Sanitas por parte del Gobierno Petro. No se trata de un simple traspié administrativo, ni de una descoordinación estatal. Lo que hubo fue un acto deliberado de demolición, premeditado desde la campaña electoral y ejecutado con una sevicia política que no tiene antecedentes recientes en nuestra democracia.

Gustavo Petro prometió destruir el modelo de salud basado en las EPS y cumplió su palabra con precisión quirúrgica. Lo hizo sin importar las consecuencias, ni el dolor de millones de ciudadanos que quedaron en el limbo. Y lo hizo rodeado de figuras tan ideologizadas como peligrosas: Carolina Corcho, fanática confesa del modelo estatista fracasado, y Guillermo Alfonso Jaramillo, ejecutor silencioso de la tragedia. Ambos, desde sus cargos, fueron más leales a la revolución de escritorio que a la gente enferma que clamaba por tratamientos, medicamentos y atención.

La intervención a Sanitas fue, en esencia, un castigo. Un ajuste de cuentas contra una de las entidades que había logrado sostener con cierto decoro la atención en salud, incluso en medio del desfinanciamiento provocado por el propio Estado. En lugar de corregir los errores estructurales, Petro prefirió incendiar la casa para reconstruirla sobre las ruinas de su vanidad. No fue una decisión técnica, fue una venganza política.

El resultado fue devastador. Millones de usuarios desamparados, médicos e instituciones sin norte, un sistema en caos y una amenaza latente de demandas billonarias que, como siempre, terminarán pagando los ciudadanos. La seguridad jurídica se hizo trizas. La confianza en las instituciones se derrumbó. Y todo para alimentar el relato mesiánico de un gobierno que, incapaz de construir, se dedicó a arrasar.

La Corte ha hablado con fuerza. Ha llamado las cosas por su nombre. Y ese nombre es ilegalidad. No caben eufemismos ni matices. El fallo evidencia que el Gobierno no respetó los límites constitucionales, que pasó por encima de la ley y que utilizó la intervención como arma política, no como herramienta de mejora. Y lo más grave es que Sanitas no fue un caso aislado: fue el primer paso de un plan más amplio, más oscuro, y más destructivo.

Esta no es una pelea entre modelos de salud. Es una lucha entre legalidad y autoritarismo. Entre quienes creen en el equilibrio de poderes y quienes desprecian toda forma de control institucional. Porque cuando un presidente se cree por encima del derecho, del Congreso, de la Corte y del pueblo, lo que queda no es un reformador, sino un déspota.

La intervención a Sanitas es ya una mancha indeleble en la historia reciente de Colombia. Es un símbolo de cómo el poder mal ejercido puede convertirse en una amenaza directa contra la vida, la dignidad y la libertad de los ciudadanos. Y aunque el fallo de la Corte no pueda revertir el daño, sí debe servir como advertencia: la salud de los colombianos no puede ser un campo de batalla ideológico.

Es hora de despertar del letargo. Este no fue un error. Fue un crimen anunciado. Y todavía estamos a tiempo de evitar que lo conviertan en norma. Porque si el poder sigue actuando sin límites, los próximos en caer no serán las EPS, será la institucionalidad misma.

Por: Wilson Ruiz