Colombia no solo está desprotegida. Está en manos del crimen. Gustavo Petro ha dejado al país a merced de las estructuras ilegales que, amparadas en su retórica “pacifista”, han tomado fuerza, control territorial y poder político. El desmantelamiento deliberado de las Fuerzas Armadas no es una consecuencia colateral de su modelo de gobierno, es el corazón de su estrategia. Una estrategia que debilita al Estado, fortalece a los violentos y traiciona a los ciudadanos.

Desfinanciar al Ejército y la Policía en un momento de expansión criminal no es torpeza, es complicidad. La reducción alarmante de los recursos operativos, logísticos y de inteligencia no puede entenderse como una simple mala gestión. Es una jugada consciente para erosionar la capacidad de respuesta del Estado frente al crimen organizado. Petro no ve en los soldados y policías a los garantes del orden constitucional, sino a una institución que le incomoda y que quiere transformar en instrumento dócil de su agenda ideológica.

Mientras los grupos armados ilegales extienden su dominio desde el Catatumbo hasta el Pacífico, el gobierno les ofrece “diálogos” sin condiciones, cese al fuego unilaterales y presencia política en la negociación nacional. ¿Y a los militares? Recortes, desprestigio, abandono. La tropa se queda sin botas, sin combustible, sin moral. Se condecora a quienes insultan el uniforme y se persigue a quienes lo portan con honor. El mensaje es claro, aquí mandan los criminales, y el Estado retrocede.

La llamada “paz total” ha sido la gran mentira de este gobierno. Una fachada discursiva que esconde una cesión paulatina del territorio y de la autoridad estatal. Hoy no hay presencia del Estado en vastas regiones del país; hay presencia del ELN, de las disidencias de las FARC, del Clan del Golfo, de mafias extranjeras que operan con absoluta libertad. ¿Dónde está el Comandante Supremo de las Fuerzas Militares? En redes sociales, posando para la foto, mientras los verdaderos comandantes del crimen imponen su ley a punta de fusil.

No es coincidencia. Petro ha tejido un discurso hostil contra las Fuerzas Armadas desde antes de llegar al poder. Su visión romántica del alzamiento armado, su pasado militante y su desprecio por el orden institucional lo llevan a mirar con simpatía a los violentos y con desconfianza a quienes garantizan el orden. Por eso prefiere pactar con el crimen antes que respaldar a sus soldados. Por eso entrega el país, barrio por barrio, vereda por vereda, mientras repite discursos de reconciliación vacíos y llenos de cinismo.

La tragedia de esta política no la sufre el poder. La sufre el pueblo. La sufre el campesino desplazado. La sufre el comerciante extorsionado. La sufre la familia que queda atrapada entre balaceras en zonas donde ya no manda el Estado. La sufre el niño reclutado a la fuerza. La sufre el soldado que se siente traicionado por sus propios jefes civiles. Estamos frente a una traición institucional sin precedentes. Y lo peor, amparada por sectores que guardan silencio por conveniencia o miedo.

El país no puede callar. La ciudadanía debe reaccionar. El Congreso tiene la obligación de ejercer control político. La oposición debe alzar la voz con firmeza. Defender a las Fuerzas Armadas es hoy defender la democracia, la soberanía y la vida misma. Colombia no puede seguir siendo gobernada por un proyecto que premia al crimen y castiga a quienes nos protegen. Si no frenamos esta deriva, lo que viene no será la paz, será el colapso del Estado.

Y cuando eso ocurra si no actuamos ya no habrá marcha atrás. Porque los vacíos de poder no duran mucho. Y en este país, cuando el Estado se retira, el crimen toma el control. Eso es exactamente lo que está ocurriendo. Petro no solo ha debilitado la fuerza pública, ha entregado el país. Y frente a semejante traición, el silencio también es complicidad.

Por: Wilson Ruiz Orejuela

Foto y noticia: Colprensa